La Unción de los Enfermos.
De la lectura
del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús ha mostrado una particular predilección por los enfermos. Él no sólo ha enviado
a sus discípulos a curar las heridas (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un sacramento
específico: la unción de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto sacramental ya en la primera
comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la unción de los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la
Iglesia encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie sus penas y los salve; es más, les
exhorta a unirse espiritualmente a la pasión y a la muerte de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del Pueblo de
Dios.
Este sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de los Olivos, donde Jesús
dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que le indicaba el Padre, la de la pasión, la del supremo acto de amor. En esa
hora de prueba, él es el mediador «llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento de la pasión del mundo,
transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así realmente al
momento de la redención» (Lectio divina, Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero «el Huerto de los
Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la Redención… Este doble misterio del
monte de los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia… signo de la bondad de Dios que llega
a nosotros» (Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos, la materia sacramental del óleo se
nos ofrece, por decirlo así, «como medicina de Dios… que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y
consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección (cf. St
5,14)» (ibíd.).
Este sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la reflexión teológica como en la acción
pastoral con los enfermos. Valorizando los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones
humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
1514), la unción de los enfermos no debe ser considerada como «un sacramento menor» respecto a los otros. La atención y el
cuidado pastoral hacia los enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios con los que sufren, y por otro lado
beneficia también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la comunidad cristiana, sabiendo que todo lo que se hace con el
más pequeño, se hace con el mismo Jesús (cf. Mt 25,40).
En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas (Virgen María), se refleja nuestra
dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la
ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los
equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar
del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia
divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no
sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más
íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que
nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice
de Cristo, que Él no sólo "no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo
exactamente como nosotros" (cf. Hb 4,15). Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados
de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para
continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin
miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.
La sonrisa de María es una fuente de agua viva. "El que cree en mí -dice Jesús- de sus entrañas manarán
torrentes de agua viva" (Jn 7,38). María es la que ha creído, y, de su seno, han brotado ríos de agua viva para irrigar la
historia de la humanidad. La fuente que María indicó a Bernadette aquí, en Lourdes, es un humilde signo de esta realidad
espiritual. De su corazón de creyente y de Madre brota un agua viva que purifica y cura. Al sumergirse en las piscinas de
Lourdes cuántos no han descubierto y experimentado la dulce maternidad de la Virgen María, juntándose a Ella para unirse
más al Señor. En la secuencia litúrgica de esta memoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores, se honra a María con el
título de Fons amoris, "Fuente de amor". En efecto, del corazón de María brota un amor gratuito que suscita como respuesta
un amor filial, llamado a acrisolarse constantemente. Como toda madre, y más que toda madre, María es la educadora del amor.
Por eso tantos enfermos vienen aquí, a Lourdes, a beber en la "Fuente de amor" y para dejarse guiar hacia la única fuente
e salvación, su Hijo, Jesús, el Salvador.
Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que sufren
enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento
es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún -como lo
han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo- acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha
formulado Bernadette, aceptar "sufrir todo en silencio para agradar a Jesús". Para poder decir esto hay que haber recorrido
un largo camino en unión con Jesús. Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal
como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos.
Bernadette misma, durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento en
cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo médico. Sin embargo, Cristo no es médico al
estilo de mundo. Para curarnos, Él no permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está
afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper el
aislamiento que causa el dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se ofrece al Padre,
como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al nacimiento de la nueva creación.
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la
Unción de los Enfermos, no queremos otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo
será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a
entrar en una esperanza como ésta.
Bibliografia:
- Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI en ocasión de la XX Jornada mundial del enfermo (11 de febrero de 2012).
- Homilía del Santo Padre Benedicto XVI pronunciada durante la Santa Misa con los enfermos. Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes. Lunes 15 de septiembre de 2008.