La Eucaristia.
La
Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este
admirable Sacramento se manifiesta el amor « más grande », aquel que impulsa a « dar la vida por los propios amigos » (cf. Jn 15
,13). En efecto, Jesús « los amó hasta el extremo » (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita
humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo
modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué
emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué admiración
ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!
En el Sacramento del altar, el Señor viene al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el Señor se hace comida para el hombre hambriento
de verdad y libertad. Puesto que sólo la verdad nos hace auténticamente libres (cf. Jn 8,36), Cristo se convierte para
nosotros en alimento de la Verdad.
Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la
victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del
Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf. 1,18-20). Situando en este contexto su
don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de
la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta
y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad.
Con el mandato « Haced esto en conmemoración mía » (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a
su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de
que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica
del Sacramento.
Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el
cáliz y lo comparte para que todos puedan beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona
a sí mismo.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del
vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el
exterior es violencia brutal ?la crucifixión?, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega
totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso
de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).
Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es,
ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por
tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior,
superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de
ahora en adelante, no puede ser la última palabra.
Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del
ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que
vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás
cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido,
y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo. El
Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. ¿Pero qué comporta para
nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos
amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él;
nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo
cuerpo (cf. 1 Co 10, 17)(…)
La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la
comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no
comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (…) desde la Eucaristía nace una nueva e intensa
asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo,
que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino
para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación
del sacrificio de la cruz.
La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno compromiso de cada
cristiano en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se
ha de celebrar con gran alegría y sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos invita a
arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos y hermanas; nos une en el Espíritu, pero
también nos da el mandato del mismo Espíritu de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.
Con el don de sí mismo, inauguró objetivamente el tiempo escatológico. En la llamada de los Doce, que
tiene una clara relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que les dio en la última Cena, antes de su Pasión
redentora, de celebrar su memorial, Jesús ha manifestado que quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de
ser, en la historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada en Él. Así pues, en cada Celebración
eucarística se realiza sacramentalmente la reunión escatológica del Pueblo de Dios. El banquete eucarístico es para
nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento
como « las bodas del cordero » (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos.
Bibliografia:
- Sacramentum Caritatis 9-11.
- Homilía de la conclusión del Congreso Eucarístico Nacional Italiano. Ancona, 11 de septiembre de 2011.
- Vídeo mensaje del Congreso Eucarístico Internacional. Dublín, Julio de 2012.