El Orden Sacerdotal.
El Jueves
santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento
de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza
está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de que, ante todo,
Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don, llegamos a ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del
mismo modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es cuestión de descendencia, sino que es
encontrarse en el misterio de Jesucristo.
Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir: “Esto es mi Cuerpo.
Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables,
en virtud del Sacramento podemos hablar con su "yo": in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio
de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de
modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese
recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.
Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos donó el Sacramento. En el
centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome: “Tú
me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección
de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi
amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas".
Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu
Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de
su capacidad de afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en
el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo para
nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean
instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a los
hombres.
Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como
poder de disponer del mundo, entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creatividad para
modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción
es signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo que deriva de él mismo. En cierto
modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.
Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces quiere decir
precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva
realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al
cual el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre
de la mano y nos guíe.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos
impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros
discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme". Tal vez al inicio lo seguimos
con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del
recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante
su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar
marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).
Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy
contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido
lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo
sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad,
¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasado? Pero entonces miramos hacia él... y
él nos aferró la mano y nos dio un nuevo "peso específico": la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y
luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia
él.
Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.
La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y
mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la
liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: “Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no
caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio
eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...
El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: “Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre
os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la
institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que
podamos hablar con su "yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.
Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra:
la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos
transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar
también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para
abrir la puerta de la casa del Padre.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser
amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y
de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los
Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de
sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez
más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la
sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos
habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la
sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración.
Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al
monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el
monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así
podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.
El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda
sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así
podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la
validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y
salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.
La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de
Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su
Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que
abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado.
En el presente sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de
su Iglesia.
Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra
existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo
carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios
debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede
dar fruto.
La doctrina de la Iglesia considera la ordenación sacerdotal condición imprescindible para la celebración
válida de la Eucaristía. En efecto, « en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo mismo quien está presente en
su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor ». Ciertamente, el ministro
ordenado « actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando
ofrece el sacrificio eucarístico ». Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse
ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos
como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y
tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se
expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo
con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo suyo
inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero que profundice cada vez más en la conciencia de su propio ministerio
eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium, es
el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10,14-15).
Bibliografia:
- Santa Misa Crismal. Homilía de S.S. Benedicto XVI, 13 de abril de 2006.
- SACRAMENTUM CARITATIS 23.