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El Matrimonio.

La Eucaristía , sacramento de la caridad, muestra una relación particular con el amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro tiempo. El Papa Juan Pablo II afirmó en numerosas ocasiones el carácter esponsal de la Eucaristía y su relación peculiar con el sacramento del Matrimonio: « La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa ». Por otra parte, « toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, que introduce en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía ». La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5,31-32). El consentimiento recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus « nupcias » con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una cercanía espiritual particular a todos los que han fundado sus familias en el sacramento del Matrimonio. La familia -iglesia doméstica - es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por el papel decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos. En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la misión singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe ser defendida, salvaguardada y promovida. Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe ser menospreciada.

FAMILIA.

Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y transmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador.

El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?

La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.

De esta conexión fundamental entre Dios y el hombre deriva la conexión indisoluble entre espíritu y cuerpo; en efecto, el hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo vivificado por un espíritu inmortal. Así pues, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo así, un carácter teológico; no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es solamente biológico, sino también expresión y realización de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sí misma. Así, de esas dos conexiones -del hombre con Dios y, en el hombre , del cuerpo con el espíritu- brota una tercera: la conexión entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el "sí" del hombre implica trascender el momento presente: en su totalidad, el "sí" significa "siempre", constituye el espacio de la fidelidad. Sólo dentro de él puede crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difíciles.

Por consiguiente, la libertad del "sí" es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma.

En concreto, el "sí" personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este "sí" personal no puede por menos de ser un "sí" también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad.

En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública. Así pues, el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.

En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el "matrimonio a prueba", hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera: así su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo -por decirlo así- fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.

La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, se ha hecho realidad en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: “Dios ama a su pueblo". En efecto, la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación.

El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.

En el Nuevo Testamento Dios radicaliza su amor hasta hacerse él mismo, en su Hijo, carne de nuestra carne, hombre verdadero. De este modo, la unión de Dios con el hombre asumió su forma suprema, irreversible y definitiva. Y así se traza también para el amor humano su forma definitiva, el "sí" recíproco, que no puede revocarse: no aliena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia, para llevarlo de nuevo a la verdad de la creación.

El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del hombre, no le hace violencia, sino que la libera y la restaura, precisamente al elevarla más allá de sus propios límites. Y del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así el amor humano auténtico es donación de sí y no puede existir si quiere liberarse de la cruz.

La familia es una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y nada la puede suplir totalmente. Ella misma se apoya sobre todo en una profunda relación interpersonal entre el esposo y la esposa, sostenida por el afecto y comprensión mutua. Para ello recibe la abundante ayuda de Dios en el sacramento del matrimonio, que comporta verdadera vocación a la santidad. Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero.

La familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación total y generosa de los padres. Proclamar la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una gran responsabilidad de todos.

El padre y la madre se han dicho un "sí" total ante Dios, lo cual constituye la base del sacramento que les une; asimismo, para que la relación interna de la familia sea completa, es necesario que digan también un "sí" de aceptación a sus hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y carácter. Así, estos irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de desear que al alcanzar una madurez suficiente quieran dar a su vez un "sí" a quienes les han dado la vida. Los desafíos de la sociedad actual, marcada por la dispersión que se genera sobre todo en el ámbito urbano, hacen necesario garantizar que las familias no estén solas. Un pequeño núcleo familiar puede encontrar obstáculos difíciles de superar si se encuentra aislado del resto de sus parientes y amistades. Por ello, la comunidad eclesial tiene la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe.

La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, "creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”" (Gn 1, 27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación.

Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en las debilidades. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor. El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe, vuestro "sí", también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el mundo.

Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás,saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles conflictos,acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49).

Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestro sufrimiento y dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.

Bibliografia:

- Sacramentum Caritatis nº 27

- Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma. 6 de junio de 2005.

- V encuentro mundial de la Familias en Valencia 8 de julio de 2006.

- Homilía de Benedicto XVI en la misa de clausura del VII Encuentro Mundial de las Familias. Milán junio de 2012.


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